El crecimiento casi exponencial de las motos, unido a los pocos requisitos y controles a la hora de montarse en una de ellas, las están convirtiendo en uno de los mayores problemas de seguridad vial y del sistema de salud. Solo en 2015 murieron 3.270 motociclistas y hubo 25.226 lesionados, una cifra muy alta, si se tiene en cuenta que en 2001 ese número solo ascendió a 1.356. Según Medicina Legal, los siniestros viales son la segunda causa de muerte violenta en Colombia.
Un estudio de 2013, financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), concluyó que los traumas derivados por los accidentes de tránsito le cuestan al país, en vidas, tratamientos y lesiones, cerca de 11.300 millones de dólares al año; es decir, un poco más de todo el presupuesto para educación.
El problema es tan visible que el propio Jorge Rojas, ministro de Transporte, reconoció el martes pasado la gravedad del asunto en un debate en el Congreso de la República. Lo irónico es que como plan de contingencia para 2017 propuso un poco más de lo mismo que no ha funcionado: “Una campaña multiplataforma de educación vial para reducir en un 3 por ciento la tasa de mortalidad en accidentes de tránsito”.
Por eso, llama la atención que un fenómeno tan delicado cogiera tanta ventaja, pese a que desde 2005 viene dando nítidas señales de alarma en las estadísticas de las autoridades. Sin embargo, alrededor de él existe toda una paradoja: mientras los dineros públicos de la salud se consumen en atender las consecuencias de los siniestros viales, en especial de las motos, esa industria y la de las autopartes festejan las excelentes cifras de sus ventas en un mercado que viene creciendo a más del 1.000 por ciento en los últimos diez años.
Mientras en 2000 se producían e importaban 57.000 motos, en 2015 la cifra se elevó a 678.000 unidades. Por algo, Colombia es el segundo productor de estos aparatos en toda la región, después de Brasil. Hay seis ensambladoras (Auteco, Incolmotos-Yamaha, Corbeta, Fanalca-Honda, Suzuki y Hero) y el mercado de motopartes genera 8.507 empleos directos y miles de millones de pesos en ventas al año. ¿Cómo frenar un problema de salud pública sin detener el desarrollo de un sector productivo?
En Colombia la moto dejó de ser un artículo suntuario o de hobby. Así lo explicó el Dane al informar en 2013 que uno de cada cuatro hogares tenía una moto. Y así lo confirma el Runt, al revelar que a julio de este año las motos suman 7.223.288 unidades, es decir, el 53 por ciento de todo el parque automotor del país.
En otro estudio reciente, titulado ‘Patrón de Mortalidad en Motocicletas en Colombia’, el Instituto Javeriano de Salud Pública concluyó que la popularidad de esos aparatos se debe a la exoneración de impuestos, a que no pagan peaje y a la facilidad que ofrecen para acceder a ellas y para desplazarse. “Los costos derivados al pago de una moto pueden ser similares o inferiores a los derivados de moverse en transporte público”, dice el informe, que presenta además una conclusión sorprendente: la mayoría de los motociclistas no son conscientes de los riesgos que entraña ese peligroso medio de transporte. Y para solucionar el problema de salud pública en el que se convirtieron, proponen, entre otras, una salida impopular: controlar las ventas de motos.
Obviamente los empresarios no respaldan esa solución. “Ninguna medida que busque proteger a un actor vial debe afectar el marco económico del sector”, dice Juliana Rico, directora de la Cámara Automotriz de la Andi. Pero coincide en la necesidad de reformar el sistema para expedir licencias de conducción; y añade otros puntos, como reglamentar los cascos de seguridad y fortalecer acciones institucionales para proteger a los usuarios.
La verdad es que un estudio de caracterización de los motociclistas colombianos, elaborado en Bogotá por la Corporación Fondo de Promoción Vial-Fundación Ciudad Futuro, arrojó datos insólitos como que el 60 por ciento de ellos aprenden a manejar siendo adolescentes y que solo el 16 por ciento conoció las normas de tránsito en una escuela de conducción. Los demás se formaron en lo poco que saben de las normas en el colegio o por iniciativa propia.
En el país existe la percepción popular de que las licencias de conducción se ganan en rifas o con ‘palancas’ políticas. En efecto, la norma es laxa (a los 16 años se puede comprar el pase), las irregularidades florecen por montones y los controles no alcanzan para cubrir las zonas grises de la legislación actual. Y lo más complejo es que no existe un criterio unificado para exigir un casco reglamentario que brinde seguridad a los motociclistas. Si bien en 2004 el entonces ministro de Transporte, Andrés Uriel Gallego, expidió la Resolución 1737 que habilita cascos con la norma técnica NTC4533, en 2014 se hizo otra evaluación a ese reglamento que concluyó que en el país no había “laboratorios acreditados para su práctica”. Pero con norma o no, lo cierto es que en muchos pueblos y ciudades pocos usan el casco.
Las 13 aseguradoras que ofrecen el Seguro Obligatorio de Accidentes de Tránsito (Soat) padecen el otro coletazo del problema de la accidentalidad vial de las motos. Fasecolda, la asociación que las agrupa, posee informes que muestran la gravedad del tema. La alta accidentalidad de las motos tiene a ese gremio con saldos en rojo por las pólizas del Soat. Por ejemplo, las 649.428 víctimas de accidentes atendidas en 2015 y con cargo al Soat les significaron desembolsar 1,2 billones de pesos. “Lo más grave es que en el 87 por ciento de esos accidentes estaba involucrada una moto”, explicó Ángela Húzgame, directora de la Cámara del Soat en Fasecolda, tras aclarar que el año anterior tuvieron un déficit de 250.000 millones de pesos.
Para muchos de los actores del sector vial la nuez del asunto radica en que en materia de regulación y prevención la responsabilidad recae en los municipios, que no la asumen adecuadamente. Para tratar de mejorar la situación, este gobierno terminó en 2013 el Fondo de Prevención Vial que funcionaba desde 1993. Hoy se llama Agencia Nacional de Seguridad Vial y está en manos del Ministerio de Transporte. “El fondo poseía recursos destinados a hacer campañas en seguridad vial, pero carecía de autoridad para forzar cambios normativos o adoptar medidas por los municipios”, explicó un asesor del Mintransporte, tras aclarar que en materia presupuestal la nueva agencia duplica los recursos del fondo.
Pero esta entidad, a pesar de tener más recursos y dientes, ha hecho muy poco por no decir nada para mejorar la seguridad vial. Como grandes medidas, el funcionario aclaró que entre las acciones inmediatas para contener el problema está poner en práctica “pruebas teórico-prácticas para obtener licencias de conducción, fortalecer el control y vigilancia de los centros de enseñanza automovilística, así como adoptar un nuevo reglamento técnico de cascos para motociclistas”.
Lo cierto es que, por lo que se ve a diario en las calles y autopistas, las motos son un grave problema que se le salió de las manos al Estado y parece que hay pocas intenciones para ponerlo en orden. Entre las soluciones que los expertos han planteado desde hace algún tiempo están subir los impuestos a esos vehículos, aumentar el valor de la póliza del Soat, cobrar peajes y requerir con gran seriedad aprobar un exigente examen técnico-teórico y de comportamiento antes de expedir las licencias respectivas. Eso, unido a las campañas de prevención, podría generar el cambio que se necesita.
Y mientras las medidas se hacen realidad, los colombianos tendrán que encomendarse a la Virgen del Carmen, santa patrona de los conductores, porque en el país del Sagrado Corazón la muerte viaja en moto.